Han transcurrido ya varios días -todavía no un mes- y en efecto, persiste ese sentimiento de desconcierto que tuve cuando leí el mensaje de texto que me avisaba de su deceso. No puedo decir que siento tristeza, pero sí alguna melancolía, aunque en una dimensión absolutamente egoísta, porque en el fondo sé que mi amigo Alberto está ahora mejor que muchos de nosotros. En los días que han transcurrido desde su deceso, algunos hechos cotidianos o furtivos han traído a mi mente varios recuerdos. Estas líneas sólo evocan algunos pocos de ellos.
Así, por ejemplo, recuerdo una tarde anónima de trabajo en los 90s, mirando de tanto en tanto la imagen del mar chorrillano desde su estudio personal, y la frase que soltó cuando nuestra investigación se hacía complicada y nos angustiábamos: “Jose, la neurosis llega a tal extremo, que al final terminas riendo”. Y acto seguido, cual cachetada motivacional, estallaba en carcajadas optimistas, y terminábamos nuestra labor. Alberto era un motivador genial, con ese rasgo distintivo de innegable líder transformador.
En buena cuenta, Alberto siempre fue -es- una persona peculiar y única. Su forma de ser desenfadada e impetuosa, mordaz y desafiante, consecuente y principista, le ganó el cariño de unos y el odio de otros. Cuando uno lo conocía, era imposible mantener una actitud neutral frente a él. O te agradaba o te desagradaba. Es sumamente raro conocer a una persona así, que además tenga plena consciencia de ello. El solía decir: “así como escoges a tus amigos, también escoges a tus enemigos”. Años después, pretendieron “enseñarme” la misma idea al final de alguna clase teórica de la Maestría, de una manera más impersonal y tras el pago de una mensualidad nada módica.
No obstante esa apasionada forma de ser, justo es mencionar que Alberto poseía la virtud de estar dispuesto a cambiar de punto de vista si comprobaba su error, o si descubría algún otro punto de vista más convincente. En resumen, su apasionamiento no era fundamentalista, bajo ningún concepto. Los que lo conocimos de manera personal y profesional, podemos dar fe de ello. Su inusual vocación natural por el aggiornamiento impregnaba y atravesaba transversalmente sus actos. Por ejemplo, cuando a fines de los 90s, Alberto aceptó el reto de ser Presidente del Consejo de Ministros, la revista Caretas publicó que hasta pocos días antes todavía tenía una “cola” en el cabello, y barba. Imagino que la intención del autor de la nota era satirizar a expensas suyas. Sin embargo, quienes lo conocimos sabemos que para aquella época, Alberto ya se había cortado la inquietante “cola” y se había afeitado la barba desde hacía muchos años. Claro, los que lo conocieron en sus años más jóvenes, con la imagen de hippie light, asumieron falsamente que Alberto se había quedado congelado en el pasado, como muchos de sus contemporáneos. Pero Alberto ya había superado esa etapa, y siguió adelante. También es justo reconocer que, ya no en aspectos estéticos o físicos, sino en el ámbito de las ideas, Alberto no compraba fácilmente una idea. Si aceptaba cambiar de parecer, era tras haberle demostrado válida y fundadamente nuestros puntos de vista. Era una lógica consecuencia de su propia autoestima: si uno ha de cambiar de opinión, que sea por algo realmente valedero.
Ecce Homo. Alberto era un Ser Humano, en el sentido que le daba Ayn Rand. Y como tal, poseía la característica que es distintiva de los Seres Humanos, aquella que en las últimas décadas dejamos de lado para escuchar los cantos de sirena que recomiendan poner nuestra mente en off, o en piloto automático: poseía y ejercía su sentido común. Parafraseando alguna lectura de patio de Letras, a diferencia de la pedantería intelectual del sólo sé que nada sé, Alberto sabía que sabía. Y esa es una de sus virtudes que más valoro. No tenía miedo a equivocarse. Algunos maliciosamente dirán que era muy temerario o irresponsable, pero esa actitud le permitió conocer, entender, descubrir y crear cosas y pensamientos nuevos. Los años de postgrado en Madison, durante su juventud, sólo agudizaron esa capacidad de asombro y sorpresa que la mayoría abandona en la infancia o en la adolescencia, y que sin embargo es el primer paso del método científico. Alberto era una persona que no sólo sabía, también quería seguir aprendiendo, y además quería enseñar a quienes quisieran escucharlo.
Ecce Homo. La sabiduría popular señala que sólo aprende a levantarse quien primero ha caído. A pesar de los golpes bajos, a pesar de los reveses de la vida, a pesar de aislamientos y soledades, a pesar de ensañamientos, Alberto siguió y terminó luchando. Y tuvo éxito. Su partida temprana -apenas 58 años- lo sorprendió cuando nuevos embates amenazaban perturbar el norte de su lucha. Pero no se rindió. Comentario aparte, una de las cosas que deploro del 8 de octubre de cada año, por ejemplo, es que las personas conmemoran la muerte de nuestro héroe Miguel Grau, recreando esa falsa imagen de mártir melancólico por el que debemos sentir más pena que orgullo, en lugar de reconocer y recordar su genio como estratega militar, y su innegable heroísmo en los combates victoriosos. Ese es el perverso enfoque de quienes sólo califican una película por su final, de quienes nos proponen creer falsamente en la imagen del mártir al que hay que querer por su “buen intento”, omitiendo sus logros. Eso es totalmente injusto.
En el caso de Alberto, él no fue ni es un mártir, como se ha pretendido decir al poco tiempo de su deceso. Nunca entendí su pasión por los toros -ni la compartiré-, pero ahora que escribo estas líneas entiendo una frase que alguna vez él compartió conmigo: “Un verdadero torero retoma su arte al sanar sus heridas y nunca lo deja. Si se retira, nunca fue un verdadero matador, sólo fue un impostor”. Alberto fue un luchador que cayó en la batalla, pero nunca claudicó. Si bien la vida le mostró duros reveses, no dejó de luchar. A veces olvidamos que siempre las primeras batallas que debemos librar son contra nosotros mismos. La depresión, el miedo, la angustia, suelen consumir a muchas personas antes de enfrentar un problema y tenemos el imperativo moral de combatirlos y autosalvarnos. Alberto tuvo que librar esas primeras batallas, y luego de ello, al reconstruir su ánimo, volvió al ruedo y retomó la pelea. La muerte lo recogió cuando retomaba la lucha. Como yo lo veo, Alberto no fue un mártir sino un triunfador. ¿Cómo no reconocer su naturaleza triunfadora, si hablamos de una persona con muchos valiosos logros personales y profesionales? Me es imposible recordar a mi amigo de otra manera.
Hace algunos años, cuando acudí a una misa conmemorativa, el coro de la iglesia entonó una canción de Miguel Bosé al concluir la ceremonia, que tiene una frase que dice “y tu ausencia pasa a ser mi eternidad”. En ese momento, y amparado en las solemnes circunstancias, desentrañé -creo- el sentido de esa extraña frase. Por paradójico que pueda sonar, la muerte de alguna manera nos hace inmortales, la persona trasciende y se entrona en la memoria de los supérstites. Soy totalmente consciente que el solo hecho de haber evocado esa canción en particular en alguna conversación, hubiese generado alguna broma mordaz por parte de Alberto, y una contagiosa carcajada hubiese retumbado al final de su comentario. Pero a pesar de esa posible primera reacción, el mismo Alberto no hubiese podido negarle a la mencionada frase algo de validez. Así es, Alberto, tu ausencia -y tu grato recuerdo- pasa a ser nuestra eternidad.
Santiago de Surco, 23 de febrero de 2008.
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